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RETIRO DE PAPAS Y PADRINOS 2017

Tema 5

La Reconciliación, verdadera alegría

 

OBJETIVO:

 

Cristo nos llama a la conversión y a la penitencia, pero no con obras

exteriores, sino a la conversión del corazón, a la penitencia interior.

 

VEAMOS

 

En la actualidad es cada vez más frecuente escuchar, en todos los

niveles sociales y en todos los lugares, que ante los problemas y

dificultades de la vida diaria se diga: “Tengo que ir al psiquiatra”,

“Necesito un relax”, “Creo que me han hecho brujería”, “La suerte no

está de mi lado”, etc. Esto no es más que una clara muestra de que

muchas personas están alejadas o parecen haberse olvidado de ese

gran sacramento que nos dejó Cristo, que es el sacramento de la

Reconciliación.

La paz interior y la felicidad, o la paz con el prójimo, es hoy en día una

cuestión que depende más de la opinión u “orientación” que podamos

tener de un psiquiatra, de un adivino o del azahar del destino, que de

nuestro acercamiento con nuestro Creador. El resultado de ello es una

mayor confusión, desuniones, rupturas matrimoniales, hijos abandonados, desesperanza y tristeza.

Son nuevas formas de salida ante los problemas y sinsabores que plantea la vida. Frases como “no necesito confesarme porque no tengo pecados”, “por qué le voy a decir mis pecados a un sacerdote”, “yo le pido perdón a Dios directamente”, “si no he matado ni robado por qué voy a pedir perdón”, etc., son una demostración palpable que hay desconocimiento de lo que es el sacramento de la Reconciliación. Entre las razones que pueden explicar esta situación tenemos que muchas personas le dan poco valor a la Reconciliación como la forma más eficaz de estar feliz con uno mismo y con los demás, debido a una errónea visión de Dios. Se cree que Dios es un ser castigador y que sólo está pendiente de saber nuestros pecados para sancionarnos. Ello hace que no se le tenga confianza y se evite la confesión.

Otro aspecto negativo es el concepto que se tiene de lo que es el pecado. Las actitudes inapropiadas, las conductas inmorales, muchas veces son presentadas en los medios de comunicación como cosas naturales, y por lo tanto la gente que recibe estos mensajes los va tomando como algo natural y común. De allí surgen argumentos como “si todos lo hacen por qué yo no”, “eso lo hizo mi actor favorito por lo tanto no es pecado”.

También es cierto que algunas personas “viven su fe” de acuerdo a sus gustos y debilidades. No siguen las normas que manda la Iglesia sino que las interpretan y cumplen de acuerdo a sus horarios, flojeras, deseos, etc. “Para qué voy a misa si puedo rezar en cualquier momento”, “Es sólo una mentirita…”, “Después me confesaré, por ahora no tengo tiempo”, son algunas expresiones que denotan una mala práctica de la fe que sólo apuntan a una vida alejada de Dios y por lo tanto infeliz. Es necesario recordar que la verdadera conversión implica un esfuerzo y alejamiento de los malos hábitos o estilos de vida adquiridos por la costumbre.

Hay que entender con mucha claridad que Dios es nuestro Padre, que envió a su Hijo para que nos libre del pecado y nos enseñe el camino para llegar al cielo, la felicidad eterna. Él es el amor perfecto hacia nosotros, por lo tanto no es un ser castigador que sólo está pendiente de nuestros pecados. Él sabe que somos seres imperfectos y que pecamos y por eso nos ofrece la maravillosa oportunidad del perdón mediante el sacramento de la Reconciliación, en el cual exponemos nuestros pecados ante un representante suyo -el sacerdote-, nos arrepentimos y procuramos no volverlos a cometer, y luego nos absuelve de ellos limpiando nuestra alma. ¡Dios nos ama a pesar de nuestros defectos!

Recordemos aquella parábola del Hijo Pródigo, en la que el padre recibe con todo cariño a su hijo que retorna a la casa luego de haberse marchado por el mundo derrochando la fortuna que había recibido. Así, nuestro Padre celestial nos abre los brazos con su misericordia infinita para recibirnos con todo su amor cada vez que acudimos a Él. Y el sacramento de la Reconciliación nos permite ese encuentro con nuestro Creador.

 

PENSEMOS

 

El Sacramento de la Reconciliación

 

Naturaleza – Penitencia en su sentido etimológico, viene del latín “poenitere” que significa: tener pena, arrepentirse. Cuando hablamos teológicamente, este término se utiliza tanto para hablar de una virtud, como de un sacramento.

 

Como virtud moral – Esta virtud moral, hace que el pecador se sienta arrepentido de los pecados cometidos, tener el propósito de no volver a caer y hacer algo en satisfacción por haberlos cometidos.

Cristo nos llama a la conversión y a la penitencia, pero no con obras exteriores, sino a la conversión del corazón, a la penitencia interior. De otro modo, sin esta disposición interior todo sería inútil (Cfr. Isaías 1, 16-17; Mateo 6, 1-6; 16-18).

Cuando hablamos teológicamente de esta virtud, no nos referimos únicamente a la penitencia exterior, sino que esta reparación tiene que ir acompañada del dolor de corazón por haber ofendido a Dios. No sería válido pedirle perdón por una ofensa a un jefe por miedo de perder el trabajo, sino que hay que hacerlo porque al faltar a la caridad, hemos ofendido a Dios (Cfr. Catecismo Núms. 1430 -1432).

Todos debemos de cultivar esta virtud, que nos lleva a la conversión. Los medios para cultivar esta virtud son: la oración, confesarse con frecuencia, asistir a la Eucaristía (fuente de las mayores gracias), la práctica del sacrificio voluntario, dándole un sentido de unión con Cristo y acercándose a María.

 

Como sacramento – La virtud nos lleva a la conversión, como sacramento es uno de los siete sacramentos instituidos por Cristo, que perdona los pecados cometidos contra Dios – después de haberse bautizado -, obtiene la reconciliación con la Iglesia, a quien también se ha ofendido con el pecado, al pedir perdón por los pecados ante un sacerdote. Esto fue definido por el Concilio de Trento como verdad de fe (Cfr. Lumem Gentium 11).

A este sacramento se le llama sacramento de “conversión”, porque responde a la llamada de Cristo a convertirse, de volver al Padre y la lleva a cabo sacramentalmente. Se llama de “penitencia” por el proceso de conversión personal y de arrepentimiento y de reparación que tiene el cristiano. También es una “confesión”, porque la persona confiesa sus pecados ante el sacerdote, requisito indispensable para recibir la absolución y el perdón de los pecados graves.

El nombre de “Reconciliación” se debe a que reconcilia al pecador con el amor del Padre. Él mismo nos habla de la necesidad de la reconciliación. “Ve primero a reconciliarte con tu hermano” (Mateo 5, 24) (Cfr. Catecismo Núms. 1423 -1424).

El sacramento de la Reconciliación o Penitencia y la virtud de la penitencia están estrechamente ligados, para acudir al sacramento es necesaria la virtud de la penitencia que nos lleva a tener ese sincero dolor de corazón.

La Reconciliación es un verdadero sacramento porque en él están presente los elementos esenciales de todo sacramento, es decir el signo sensible, el haber sido instituido por Cristo y porque confiere la gracia.

Este sacramento es uno de los dos sacramentos llamados de “curación” porque sana el espíritu. Cuando el alma está enferma debido al pecado grave, se necesita el sacramento que le devuelva la salud, para que la cure. Jesús perdonó los pecados del paralítico y le devolvió la salud del cuerpo (Cfr. Marcos 2, 1-12).

Cristo instituyó los sacramentos y se los confió a la Iglesia – fundada por Él – por lo tanto la Iglesia es la depositaria de este poder, ningún hombre por sí mismo, puede perdonar los pecados. Como en todos los sacramentos, la gracia de Dios se recibe en la Reconciliación “ex opere operato” – obran por la obra realizada – siendo el ministro el intermediario. La Iglesia tiene el poder de perdonar todos los pecados.

En los primeros tiempos del cristianismo, se suscitaron muchas herejías respecto a los pecados. Algunos decían que ciertos pecados no podían perdonarse, otros que cualquier cristiano bueno y piadoso lo podía perdonar, etc. Los protestantes fueron unos de los que más atacaron la doctrina de la Iglesia sobre este sacramento. Por ello, El Concilio de Trento declaró que Cristo comunicó a los apóstoles y sus legítimos sucesores la potestad de perdonar realmente todos los pecados (Denzinger 894 y 913).

La Iglesia, por este motivo, ha tenido la necesidad, a través de los siglos, de manifestar su doctrina sobre la institución de este sacramento por Cristo, basándose en Sus obras. Preparando a los apóstoles y discípulos durante su vida terrena, perdonando los pecados al paralítico en Cafarnaúm (Lucas 5, 18-26), a la mujer pecadora (Lucas 7, 37-50)… Cristo perdonaba los pecados, y además los volvía a incorporar a la comunidad del pueblo de Dios.

El poder que Cristo les otorgó a los apóstoles de perdonar los pecados, implica un acto judicial (Concilio de Trento), pues el sacerdote actúa como juez, imponiendo una sentencia y un castigo. Sólo que en este caso, la sentencia es siempre el perdón, sí es que el penitente ha cumplido con todos los requisitos y tiene las debidas disposiciones. Todo lo que ahí se lleva a cabo es en nombre y con la autoridad de Cristo.

Solamente si alguien se niega – deliberadamente – a acogerse la misericordia de Dios mediante el arrepentimiento estará rechazando el perdón de los pecados y la salvación ofrecida por el Espíritu Santo y no será perdonado. “El que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón nunca, antes bien será reo de pecado eterno” (Marcos 3, 29). Esto es lo que llamamos el pecado contra el Espíritu Santo. Esta actitud tan dura nos puede llevar a la condenación eterna (Cfr. Catecismo Núm. 1864).

 

Institución – Después de la Resurrección estaban reunidos los apóstoles – con las puertas cerradas por miedo a los judíos – se les aparece Jesús y les dice: “La paz con vosotros. Como el Padre me envío, también yo los envío. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid al Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedaran perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Juan 20, 21-23). Este es el momento exacto en que Cristo instituye este sacramento. Cristo – que nos ama inmensamente – en su infinita misericordia le otorga a los apóstoles el poder de perdonar los pecados. Jesús les da el mandato – a los apóstoles – de continuar la misión para la que fue enviado; el perdonar los pecados. No pudo hacernos un mejor regalo que darnos la posibilidad de liberarnos del mal del pecado.

Dios le tiene a los hombres un amor infinito, Él siempre está dispuesto a perdonar nuestras faltas. Vemos a través de diferentes pasajes del Evangelio como se manifiesta la misericordia de Dios con los pecadores. (Cfr. Lucas 15, 4-7; Lucas15, 11-31). Cristo, conociendo la debilidad humana, sabía que muchas veces nos alejaríamos de Él por causa del pecado. Por ello, nos dejó un sacramento muy especial que nos permite la reconciliación con Dios. Este regalo maravilloso que nos deja Jesús, es otra prueba más de su infinito amor.

 

ACTUEMOS

 

Los actos del penitente

El examen de conciencia es el primer paso para prepararse a recibir el perdón de los pecados. Se debe de hacer en silencio, de cara a Dios, revisando las faltas cometidas como cristianos, revisando los Mandamientos de la Ley de Dios, de la Iglesia y nuestros deberes de estado (de hijos, padres, esposos, estudiantes, amigos, empleadores, empleados, etc.). Hay que revisar las acciones moralmente malas (pecados de comisión) y las buenas que se han dejado de hacer (pecados de omisión).

Primeramente hay que reconocer nuestras faltas. Si pensamos que no tenemos pecados, nos estamos engañando, o no los queremos reconocer a causa de nuestra soberbia que no quiere admitir las imperfecciones en nuestra vida, o puede suceder que estamos tan acostumbrados a ellos que ya ni cuenta nos damos cuando pecamos. Uno de los efectos del pecado es la ofuscación de la inteligencia. Una vez reconocidos nuestros pecados, tenemos que pedir perdón por ellos. No hay pecado que no pueda ser perdonado, si nos acogemos a la misericordia de Dios con un corazón arrepentido y humillado.

El acto más importante que debe hacer un penitente es la “contrición”, “dolor de corazón” o “arrepentimiento”. Este es un acto de la voluntad que procede de la razón iluminada por la gracia y que demuestra el dolor de alma por haber ofendido a Dios y el aborrecimiento de todo pecado (Concilio de Trento; Catec. Nº. 1451). No es necesario que haya signos externos del dolor de corazón, pues este arrepentimiento o contrición debe ser interno ya que proviene de la inteligencia y la voluntad y no debe ser un fingimiento externo, aunque hay que manifestarlo externamente confesando los pecados.

También ha de ser sobrenatural, tanto por su principio que es Dios que mueve al arrepentimiento como por los motivos que la suscitan. Tiene que ser universal porque abarca todos los pecados graves cometidos, no se puede pedir perdón por un pecado grave y por otro no. Asimismo, la persona debe de aborrecer el pecado a tal grado que esté dispuesto a padecer cualquier sufrimiento antes que cometer un pecado grave.

La contrición es “perfecta” cuando el arrepentimiento nace por amor a Dios. Esta contrición -por sí sola- perdona los pecados veniales. La contrición “imperfecta” o “dolor de atrición”, nace por un impulso del Espíritu Santo, pero por miedo a la condenación eterna al pecado. De todas maneras es válida para recibir la absolución. El propósito de enmienda es la resolución que debemos tomar una vez que estamos arrepentidos, haciendo el propósito de no volver a pecar, mediante un verdadero esfuerzo. Este debe de ser firme, eficaz, poniendo todos los medios necesarios para evitar el pecado; y universal, es decir, rechazar todo pecado mortal.

El segundo acto más importante que se debe hacer es cumplir la penitencia que el sacerdote imponga como una forma de expiarlos. Esta penitencia debe ser impuesta según las circunstancias personales del penitente y buscando su bien espiritual. Debe de haber una relación entre la gravedad del pecado y el tipo de pecado. El no cumplir con alguno de estos actos invalida la confesión.

 

CELEBREMOS

 

Frutos

 

Los frutos de este sacramento son muchos: Por este medio se perdonan todos los pecados mortales y veniales. De esta manera a los que tenían pecados graves, se puede decir que se les abren las puertas del cielo.

  • Se recuperan todos los méritos adquiridos por las buenas obras, perdidos al cometer un pecado grave o se aumentan si los pecados eran veniales.

  • Robustece la vida espiritual, por medio de la gracia sacramental, fortaleciendo el alma para la lucha interior contra el pecado, así evitando el volver a caer en lo mismo. Por ello, es tan importante la confesión frecuente.

  • Se obtiene la remisión parcial de las penas temporales como consecuencias del pecado. La Reconciliación perdona la culpa, pero queda la pena. En caso de los pecados mortales esta pena se convierte en temporal, en lugar de eterna y en el caso de los pecados veniales, según las disposiciones que se tengan se disminuyen.

  • Se logra paz y serenidad de la conciencia que se encontraba inquieta por el dolor de los pecados. Se obtiene un consuelo espiritual.

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